Con la primera globalización del siglo XVI, el mundo se transformó: más productos, más mercancías, más materias primas circularon que nunca antes en la historia. Esta expansión multiplicó la actividad comercial, generó prosperidad y, por primera vez, unió al planeta en una red común de intercambio. Ese dinamismo trajo consigo innovación y creatividad. Se trazaron nuevas rutas comerciales y se diversificaron los productos disponibles. Nacieron sistemas bancarios y financieros, surgieron nuevas formas de administración y mercadotecnia. El comercio abrió la puerta al progreso como nunca antes. El objetivo último de la libertad económica es sencillo pero decisivo: la generación de riqueza. Ese es el cimiento de todas las demás libertades y del ideal liberal más profundo: la búsqueda de la felicidad. No se trata de acumular dinero, sino de no depender de nadie, de no tener dueño. La libertad económica es la única que garantiza la libertad política.